Cuando uno es profesional se nota. Y Ana lo es.
Además de ser descendiente (y partícipe) de la ya mítica saga del gran restaurante de cocina marinera Can Pau Perdiueta, tiene a sus espaldas un largo etcétera de vivencias que le han dado una experiencia y saber hacer que ahora tan sólo exhibe en familia o con amigos. Tuvimos el privilegio de comprobarlo durante las vacaciones de semana santa; no era la primera vez ni, espero, sea la última.
Yo le hice de pinche; tuve un déjà-vu. Pude verme con veinte años escasos, en el salón del piso de alquiler en mis años de estudiante, intentando tocar una guitarra que había comprado tan sólo hacía unos meses. Carcajadas y ruegos de silencio de amigos y vecinos eran las sensaciones que producían mi repertorio. “Esta guitarra no funciona” pensaba. Hasta que vino un amigo que sabía tocarla y… sí que funcionaba. Y cómo sonaba.
Pues la cocina de mis padres sí funciona; y cómo funciona.
Yo sólo podía pelar ajos, limpiar sepia o acercarle la sal o el aceite, estaba perdido. Ana iba creando un concierto con todos sus movimientos de forma directa y perfecta; moderatto, andante ma non troppo, allegro y un adagio final que hizo que yo tan sólo la pudiera admirar y ella, entre movimiento y filigrana, pasara a mi lado pidiéndome algo y cerrándome la boca que yo abría por el asombro que dicho espectáculo me producía.
Hizo un auténtico arroz marinero al estilo Can Perdiueta utilizando su famosa base para estos guisos y juro que ni la más terrorífica tortura china me haría confesar sus ingredientes. Aunque intuyo que alguno faltó, ya que un cocinero nunca quema todas sus naves en una batalla.
Sabor a mar. Color caliente y familiar. Una gran velada. Gracias Ana.
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