miércoles, 10 de febrero de 2010

Paisaje después de la batalla.


Terminó la tercera guerra mundial y la posguerra se presenta más dura todavía. No es comparable a ningún otro traumático acontecimiento del antiguo siglo XX. No lo comparemos con el crack del 29: aquí no se suicidia nadie, no hay otros valores que el monetario, la ética o la moral suenan a asignaturas de un extinguido y olvidado BUP. Tampoco lo comparemos con la segunda guerra mundial y con su postguerra; no encontraremos ni Oskares Schindlers ni Churchills al uso: ¿Quién vendería una escoba hoy en día con lo de sangre, sudor, lágrimas y esfuerzo my friend? No hay ganas ni fuerzas ni destreza.

Con la batalla de Fannie Mae y Freddie Mac, los bombardeos de Lehman y el ajusticiamiento público del criminal de guerra Bernard Madoff se acabó la guerra y como decía antes la posguerra será peor.

No olvidemos que en España lo tendremos más difícil que en otros países. Nuestra experiencia en cracks y guerras mundiales es nula. “Pregúntenos por guerras de familia que es lo que hemos tenido, pero no me complique usted mucho la vida”. Gritará el sufrido lector. “¿No iba usted a hablarnos de comida?

Pues sí, de eso estoy hablando. Un país que ha pasado de tener nuevos ricos a tener nuevos pobres lo tiene todo por hacer y encima nos pilla sin ganas de hacer nada… pero seguimos comiendo.

Viene esta reflexión por el restaurante que he visitado hoy con unos amigos. “Coma por 4,95 un menú completo” rezaba su publicidad en un diario local a toda página. Habrá que probarlo. Un recepcionista perfectamente uniformado y engominado nos recibe y nos coloca en una cola; “¿Cómo funciona esto?” pregunto con vocabulario de 4,95. “Con dinero” nos responde. Menuda respuesta. Pero ahí ha estado la clave de todo. Con esas dos palabras lo he entendido todo. “Usted me enseñe la cartilla de racionamiento y no se preocupe” he traducido yo. Después, en la cola y empujando la bandeja, me he sorprendido pidiendo “sea usted generosa con este puré de patatas que tiene una pinta maravillosa”. Ya no había duda, estaba en un comedor para nuevos pobres. Si el umbral de la pobreza, según dicen los economistas, está en un dólar diario ya sabemos cuál es el umbral de la nueva pobreza: 4,95.

Ahí estábamos todos, en el comedor, con nuestras bandejas, haciendo cola en silencio, buscando un sitio para sentarnos, rodeados de un silencio extraño, descolocados, ¿adaptándonos quizás?

El futuro huele a comedor escolar, a cocido y ropa vieja, a lentejas estofadas, a pan con chocolate, a garbanzos de vigilia, he pensado. Volveremos a nuestros orígenes, apreciaremos nuestros comienzos y dejaremos de ser aprendices de brujos marbellíes con una vara de medir escrita sólo en euros.

De la misma forma que los carteles en los locales de postín han pasado de “se traspasa” a “se alquila” y finalmente a “se regala” adaptándose así al paisaje que nos ha dejado la batalla nosotros deberemos pasar de las espumas, las esferas y los fuás a las lentejas, los bistecs empanados y las tortillas de patatas con mayonesa. Volveremos a apreciar nuestra comida original; quizás cueste hacer olvidar al paladar los sabores adquiridos en los últimos años pero si algo bueno obtendremos de esta postguerra va a ser la vuelta al pan-con-sobrasada de nuestra sabia discreción insular. Volver a disfrutar de lo natural y sencillo lejos de ostentaciones alimentarias.

Yo me apunto al 4,95.

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